Consigna día 8. Busquen la pequeñez de lo bello
dentro de los grandes horrores. Busquen la belleza en lo rebajado, del detalle,
de lo insignificante. Tienen libertad para imaginar lo que deseen, para
acercarse a otros géneros narrativos, para escribir desde el extrañamiento,
desde lo fantástico, desde lo maravilloso.
Odas.
Mi argumento de
flirteo era limitado, me obligaba. Y ella era tan hermosa. Le miraba furtivamente
todo el día, en su estación de trabajo. Enumeraba en una libreta los detalles
que, en conjunto, hacían de Lu, la nueva compañera, una notoriedad soberbia.
Luego yo escogía de todos esos detalles uno significativo y, cada día, le
escribía un poema y al final de la tarde lo dejaba caer hasta su escritorio de
trabajo, para que amaneciera como rocío. Escribía, arrancaba la hoja de tajo y
buscaba algún emisario para que le llegara puntual a la mañana siguiente.
“Oda a tus tobillos en
sandalias de tiritas.”
Criaturas endebles de
lo más santo,
abundan en mi
imaginación como bondades,
me obligan a tiritar
en mi libreta azul
para retribuirles su
belleza morenada.
Se han liado entonces
como caballería,
a burletes de piel
inerte teñidas con desdén,
permitiendo la
desnudez de piel tibia, que
da paso imaginario a
tus pies en mi papel.
Tengo un halago
hendido para tu ingenuidad,
asumo tu silencio como
venia y le amo:
habrá una noche en que
descalza me hieras
y será entonces cuando
halle en mí toda desidia.
Lu recibía cada mañana
de oficina, junta con minutas de las obras y horarios de reuniones, una paloma
que cargaba en el pico un manuscrito repleto de versos furtivos que le
espantaban primero por lo clandestino y luego le hacían sonreír por lo
amartelado. Cruzaba la pierna bajo la mesa y se miraba bajo la mesa los
tobillos en sandalias, las tiritas de cuero como meridianos sobre ellos, y
trataba de empatar las palabras que leía, con las formas de sus lóbulos sin
entender con claridad lo que le quería decir.
Al día siguiente, de
igual manera, arribaba misiva, con el mismo animal cómplice.
“Oda al lunar en tu
brazo derecho.”
Hay de lunas que
puntean la negrura
y devuelven las formas
del sueño,
en tu brazo
inverosímil sucede la contra:
hay un punto umbrío en
toda palidez
que me sirve para dar
puntadas a mi párrafo.
Es mi punto de partida
en el mapa,
mi llegada en el
momento de incerteza,
mi voluntad cesada por
el roce de piel
en que te pienso
adivinar en creciente.
Un brazo fuerte y
punteado como tintado,
como el paraje de la
asunción mariana,
basto para el abrazo
más cándido y
para tomarte a cruzar
toda avenida.
Le miré en cotidiano
desde el balcón del piso superior, ella en su mesa de trabajo, riendo a
carcajadas con alguna de sus compañeras, señalando en dos movimientos al papel
con su poesía y al sitio exacto del brazo donde tenía su lunar, con forma de
cuarto creciente. Su risa estallaba en melodías que me libraban de tener que
bajar a dar explicaciones, aún ella no sabía quién podría ser el representante
de tales envíos. Tendría que ser alguien cercano, alguien que le hubiese
mirado, alguien con quien al menos se hubiese cruzado en el pasillo, a quien le
hubiesen presentado en estos días recientes. Ella releyó su poesía, con los
dientes mondos como ventanas sin cortinas.
“Oda a tus dientes.”
Se desbanda tu sonrisa
y hay avecillas acumulándose,
algunas traen misivas,
otras solo el ruido
bendito
de acumularme en la
vanidad de tu presencia.
Ríes y me rindes el
universo de tus dientes,
una fila ordenada de
entes,
en apuesta por lo
divino en calcio,
como lápidas para
cualquier silencio.
Bonita como en
promesas,
angelizante de lo que
se permite eterno,
te he buscado una vida
y tantas
como palidez que aún
gotea en savia.
Sucedió, como siempre
sucede con las poesías, una casualidad más. Un amigo de un amigo en común se
encontró con Lu que venía taconeando por medio pasillo en el instante en que yo
decidí bajar. Temblando como niño. El saludo comunal permitió las
presentaciones. Ella es Lu, la compañera nueva, mucho gusto, encantado, yo soy… Ella que nunca me había visto, me reconoció de inmediato y por mi
caligrafía, apenas mencioné mi nombre. Dice que parpadeé idéntico al rabillo
curioso que le ponía a las ge, a las virgulillas tan particulares, a la tilde
que caía en todas las vocales como flecha casi perpendicular, al
aroma de papel y tinta fresca en mi colonia. Y fui evidente cuando me rasqué
nervioso el lóbulo de la oreja derecha, de la misma manera en que pegaba la ele
a e en todas las poesías, como tejidos lanudos. Supo que era yo, por que le
saludé como rimando y porque le miré el lunar del brazo, los dientes de sonrisa
donada y al tirar la mirada al piso me pilló mirándole los tobillos como punto
y seguido. Me sonrío una vez más, la definitiva.