Consigna día 12. Analizar esta foto e imaginar
quién puede vivir ahí. Para describir al personaje tienen que deconstruirlo:
describirlo de una manera poco obvia.
Mi Yerberita, la hija
única del yerbero.
Era hermosa como el
sabor dulcete de la juanilama, y su perfume aojaba con el amargo suave del
romero en infusión. Se le veía agradecida y ansiosa, por todo lo vivido, aún
saboreando lo último del helado de mango en barquillo. Aunque no sonreía
precisamente de camanance a camanance, le sabía feliz; el movimiento exiguo del
lunar en su mejilla, me profetizaba que vendrían buenos tiempos para los dos.
De ella no sabía más
que su nombre, quimera que nunca repetí, yo le decía Yerberita; sabía del
apellido famoso de familia, que nunca me dejó repetir; y sabía de su padre, el
viejo yerbero, conocido en todo el pueblo pues, en su Land Cruiser viejo,
recorría las calles y alamedas vendiendo variedades de hierbas, enlazadas con
cuidado en ramitos y con la promesa muda de sanar cualquier dolencia.
-Adiós mi Yerberita-, le
repetía yo y a ella parecía que le gustaba el mote, porque me miraba quieta y
me agradecía con un parpadeo mariposal, degustando su helado.
De pie, en su portón,
le ofrecí atrevido la repetición de nuestro encuentro: -podríamos ir mañana a
comer otro, si bien te parece-. Ella asintió moviendo la mano izquierda, como
despidiéndose, yo le agradecí el gesto y asumí que era ya mi novia y que ahora
podría visitarle a diario.
Estuve puntual a la
puerta de su casa, cada uno de los siguientes días, ella se asomaba a la
ventana y me saludaba entre ansiosa y liberada por salir al nuevo encuentro
propuesto y al nuevo sabor de helado prometido: -hoy será nieve de mora, eso es
lo que quiero-, parecía que me decía cuando bajaba las gradas con prisa y se
asía a mi brazo.
Caminábamos en
dirección a la heladería y ella volteaba cada tanto a mirar a su casa, al Land Cruiser aparcado al frente y al jardín donde pasaba las tardes su padre. Desde
ahí nos seguía el viejo, escarbando, entre las matas, toda maleza que les
ahogara y seleccionando, con arte de curandero, los más sanos retoños, para el
alivio de toda dolencia de sus pacientes. Al final de la tarde, ella se
despedía de mí, pronunciando el famoso cintillo aquel, el de que no deberían
dejar morir a los heladeros, como lanzando un beso al aire.
La maleza subió por
las paredes y se entrometió en todo, hasta en la casa, ingresó como
poseyéndola, echó un ojo por la ventana cerrada y la empujó con vehemencia, se
permitió el paso y la secundó con venia el tiempo que siempre se sucede y que
le sugería adueñarse de todo a su antojo.
La casa azul tinto de
La Soledad, donde vivió tanta gente, ahora era verde maleza, como esmeralda
añejo, ojalá como el musgo del bosque, sino más bien como lo resbaloso de los
caños.
-“La gente que sabe de yerbas no
debería nunca morir”-, me dijo ella como
murmurando, antes de cerrar de portazo su habitación, aunque puede que yo
solo lo haya imaginado, con helado de limón y yerbabuena, al pie de su portón.
Y nunca más la volví a
ver. Hay gente, sin embargo, que jura que si, que la han visto asomarse y
sonreír desde la ventana, como preguntando por mi… aunque pudiera ser solo una sombra o la figura que forma
lo humeante hervido de una infusión de hierbas, recién haciéndose.
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