Consigna día 11. Escriban acerca de dos momentos cruciales en la vida de una persona: el día de su nacimiento y el día de su muerte. Cómo fue su llegada al mundo, en qué época, en qué lugar, bajo qué circunstancias. Y, del mismo modo, cómo fue su despedida.

 

¡La viva savia nuestra!

 El poeta se miró al reflejo distante de la ventana y no pudo decir palabra, se encontró inútil, repasando su vida, entre el alfa y el omega del sin palabras.

Se sentía espantado. Porque las palabras eran su savia y su elixir de supervivencia. Se esforzaba y no podía pronunciar ninguna, solo parpadeaba inmóvil y necesitaba de ayuda para todo. Pensaba que ni habría ya más, ni hubo entonces. Todo iba en torno a la ausencia de vocablos, aunque le rondaran la cabeza, no había manera de expresarse: su boca seca inservible, sus manos quietas, su mirada perdida y las cosquillas en el costado que no se le quitaban.

Antes de ser internado, temblaban sus manos sin control y no podía manipular el teclado, pero ella tomaba sus dictados y así terminó dos volúmenes más que la editorial pagó bien. Luego la quietud asesina.

Pensó también que la maldición había regresado. La del primer instante de vida, la de los primeros meses. Le veía venir. Ahora iba a ser peor, por los acumulados. Aquella alba muda y este ocaso de lo sigiloso, mirando siempre las marcas en la frente de su cuidadora de turno: su madre entonces, su nieta ahora, y pretender un verso más que ya no se diría.

Años antes, en la preparación de su sétimo libro, el poeta asumió la deuda que se contenía en el pecho: escribir sobre los primeros días, los meses en casa de los abuelos paternos. Echó mano a la memoria de las historias que su madre le había relatado una y mil veces: lo de las pulgas en la cama que dejaron ronchas en las piernas por días, lo del aroma insoportable y nauseabundo de la sopa que preparaban cada noche para el abuelo y lo mucho de juguete que el poeta bebé se había convertido para una infinidad de tías que se lo pasaban de brazo en brazo y por turnos. Compuso una treintena de poemas que enlistó para la editorial y que finalmente se publicaron bajo el título de Canciones para los días sin palabras. A fin de cuentas, como lo repitieron los críticos luego de su muerte, su mejor trabajo.

Compuso versos hermosos para una época en la que odió no poder decirle a su madre la primera metáfora que compuso al verle, para sus ojos esmeralda, su pelo acortado y su perfume sin perfume, ese aroma genuino que le celebraba en sus cercanías. Odiaba no poder decir cuánto disfrutaba de su propia desnudez y de que su tía le acariciaba furtiva sin permiso. No poder decir que el bigote del abuelo picaba como alimañas y que la abuela se parecía mucho a la señora de velo de la estampita pegada en la pared.

La aflicción en la garganta, por los padecimientos heredados, el mucho alcohol y la necedad del habano, era ya crónica y anunció lo que los médicos habían predicho, desde más o menos la publicación del décimo de sus libros, uno malogrado que la crítica ácida señaló como el declive evidente de toda su obra.

Los siguientes libros fueron peor: versos muy cortos y repetitivos de lugares comunes, pocas palabras, menos ideas.

El poeta pidió a su nieta, con señas, que le abriera la ventana y le permitiera sentarse en el descansillo del segundo piso, aquella la casa herencia de los abuelos.

La nieta pensó que aún le ataba la nostalgia de mirar en dirección de la universidad, donde dictara tantas clases magistrales, seminarios y conferencias sobre el uso de la palabra, ¡la viva savia nuestra!, como decía siempre.

Jamás hubiese su nieta adivinado que el abuelo casi inmóvil, se había cansado de la ausencia de palabras y de todos los días y que, en un último impulso, parece que trató de decir algo, pero no dijo nada y, mientras caía al vacío, pareció que se les escuchaba llorar como un crío.

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