Consigna día 9. Escriban un monólogo interior de un personaje que comience a pensar en un recuerdo con un compañero o una compañera de escuela primaria y termine contando qué fue lo último que comió.

 

Combo de doble cuarto de libra.

 Todas las nostalgias me amanecen acompañando en los días como este. El espejo me figura de nuevo de pantalón corto y zapatos lustrados, listo para cruzar, por primera vez en mi corta vida, el portón este de la escuela Eugenio Corrales Bianchini, estrenando mi salveque azul, gris y rojo comprado por mi padre en la tienda Universal, en los días anteriores en los que aún las ventanas comerciales pintaban lo último de la época navidadeña. La carga de cuatro cuadernos y cartuchera, sumado a la merienda y una botella de refresco por la que pedía al Divino Niño Jesús de Praga, que, por favor, no se desparramara el contenido dentro del maletín nuevo, manchándolo todo por dentro.

¡Pucha!, ahora recuerdo además que, en la escuela, todos mis compañeros eran muy pequeños. Yo me adelanté en crecimiento unos centímetros al resto, que sin embargo años después me alcanzaron emparejando la fila. Para entonces, por mi tamaño, yo era el protector tontuelo de la pandilla. A los demás ahora los trato de recordar y me apoyo en la fotografía de puntas redondeadas que guardé en la memoria y entre libros del librero: Manuel el moreno, dibujaba muy bien y tenía un hermano que solo gemía, no habló jamás. Mario, el de pecas, plantaba cara por todos, en las peleas de recreo, decía que su padre se había ido a trabajar a Limón, pero estábamos seguros de que nunca lo conoció. Alvarito el más ingenioso, siempre inventando juegos curiosos que solo a él se le ocurrían, su papá nos llevaba de vez en cuando a la represa hidroeléctrica en que trabaja y me costaba luego dormir de imaginarme cayendo a las turbinas o arrastrado por la corriente de los desagües donde decían que iban a tirar los cadáveres de los perros atropellados. Completaba mi pandilla Marco Vinicio, repitente del curso anterior, al que le costó tanto la lectura que tuvo la opción de repetir el año o pasar al aula diferenciada a la que le huíamos todos. A Marco Vinicio yo le temía, un poco, no mucho, es que tenía manías muy particulares: comía todo tipo de porquerías: tierra de las macetas que amasaba húmeda como masa cruda y engullía, zacate cortado con las manos que devoraba como ensalada césar, terrones por crotones, la basurilla de piel de lápiz que salía de la maquinilla (maquinilla le decimos al tajador o sacapuntas en mi pueblo, no en mi país, que ahí también se le llama tajador) y los papeles de los confites y borradores de goma, también eran sus manjares. Entonces entre todos lo retábamos a qué más podría echarse a la boca: la tapa del lapicero, la última hoja del cuaderno, la que nunca se usa y que trae impreso tablas de conversión o los calendarios de años que ya pasaron antes, un trozo de cordón de zapato que Álvaro cortó para la ocasión. Y Marco Vinicio todo se lo comía. Era el faquir nuestro, espectáculo de circo tan de nosotros.

Y mira si ha sido casualidad, tantos años después, acá en un McDonalds de vuelta al barrio, almorzando un Cuarto de Libra, papas fritas y un té frío, me he topado en la mesa del frente con un tipo que se parece a aquel Marco Vinicio, el faquir, el que solo comía porquerías.

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