Consigna día 9. Escriban un monólogo interior de
un personaje que comience a pensar en un recuerdo con un compañero o una
compañera de escuela primaria y termine contando qué fue lo último que comió.
Combo de doble cuarto
de libra.
¡Pucha!, ahora
recuerdo además que, en la escuela, todos mis compañeros eran muy pequeños. Yo
me adelanté en crecimiento unos centímetros al resto, que sin embargo años
después me alcanzaron emparejando la fila. Para entonces, por mi tamaño, yo era
el protector tontuelo de la pandilla. A los demás ahora los trato de recordar y
me apoyo en la fotografía de puntas redondeadas que guardé en la memoria y
entre libros del librero: Manuel el moreno, dibujaba muy bien y tenía un
hermano que solo gemía, no habló jamás. Mario, el de pecas, plantaba cara por
todos, en las peleas de recreo, decía que su padre se había ido a trabajar a
Limón, pero estábamos seguros de que nunca lo conoció. Alvarito el más
ingenioso, siempre inventando juegos curiosos que solo a él se le ocurrían, su
papá nos llevaba de vez en cuando a la represa hidroeléctrica en que trabaja y
me costaba luego dormir de imaginarme cayendo a las turbinas o arrastrado por
la corriente de los desagües donde decían que iban a tirar los cadáveres de los
perros atropellados. Completaba mi pandilla Marco Vinicio, repitente del curso
anterior, al que le costó tanto la lectura que tuvo la opción de repetir el año
o pasar al aula diferenciada a la que le huíamos todos. A Marco Vinicio yo le
temía, un poco, no mucho, es que tenía manías muy particulares: comía todo tipo
de porquerías: tierra de las macetas que amasaba húmeda como masa cruda y
engullía, zacate cortado con las manos que devoraba como ensalada césar,
terrones por crotones, la basurilla de piel de lápiz que salía de la maquinilla
(maquinilla le decimos al tajador o sacapuntas en mi pueblo, no en mi país, que
ahí también se le llama tajador) y los papeles de los confites y borradores de
goma, también eran sus manjares. Entonces entre todos lo retábamos a qué más
podría echarse a la boca: la tapa del lapicero, la última hoja del cuaderno, la
que nunca se usa y que trae impreso tablas de conversión o los calendarios de
años que ya pasaron antes, un trozo de cordón de zapato que Álvaro cortó para
la ocasión. Y Marco Vinicio todo se lo comía. Era el faquir nuestro,
espectáculo de circo tan de nosotros.
Y mira si ha sido
casualidad, tantos años después, acá en un McDonald’s de vuelta al barrio, almorzando un
Cuarto de Libra, papas fritas y un té frío, me he topado en la
mesa del frente con un tipo que se parece a aquel Marco Vinicio, el faquir, el
que solo comía porquerías.
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