Consigna 19. Escribir un poema en forma de lista, inspirándose en la pregunta de cuáles son las cosas que hacen latir su corazón.

 

Testamento.

 Al gusto: mermelada en el costado acertado del pan, pasta al pesto, saliva como tinta, miel de miedo y luz de macadamia y el gustillo de tu barbilla acanelada.

A aromas: el de mar en la memoria, el del habano recién llegando, el perfume aquel que nunca aprendí a nombrar y el que se disimula tras tu lóbulo izquierdo, a medio abrazo.

Al tacto: esa emoción sobre la mano, cuando rondas cerca como manía en celo, savia al tiento, en la punta la nariz punzocortante que señala estrellas y que dirige la vela, amor de años, libro afable y voluntad rendida.

Al escuchar: un himno en la plaza, un duduk gemidor, un sollozo silbido melodioso y taciturno y mi nombre repetido en tu clamor, en tu papel mustio, en las paredes de siempre, en tu proclama de mi albedrío.

A mi mirada: la hora de tu llegada asomándome al pestillo, un parpadeo ofrecido en altar, la revolución de tu cabellera en cascada, el lunar estigma de tus fugas y tu boca jalada hacia las mejillas, sonriendo incienso.

Y a todos, en bella suma, comunal afectivo, muy míos: tu traje azul a la rodilla, tus rodillas, la centrífuga en tu paso de tacón ante el viento que se casa, tus tobillos, desenfundar tus pies y otorgarles permiso para salir a jugar, en un hogar a puerta abierta y tus mejillas, en tu sonrisa en lumbre, desmintiendo toda oscuridad.

 

Consigna 18. Están en una ciudad aislada en el desierto, rodeada por muros que protegen a los habitantes de leones y leopardos que la acechan. A veces, se cuelan las hienas y atacan a los enfermos. Un chico les muestra las manos: escriban un poema a partir de lo que ven.

 

Guaguancó.

 Palma es palmo,

palmo por paliar,

paliar por pala,

pila por peligro

y palo en las palmas.

Somos julepe.

Ahora mandado.

Palma es por palmo

y gotas de rocío, si acaso.

Silencio es por murmullo.

Amparo en sus palmas.

Me salvo salvándole,

palmar de hambre,

palmear al cántico errabundo.

Palma es palmo,

Pablo es palazo

y detrás de las líneas

que separan a blancos,

hay una palmera escondrijo.

Desde ella se ve la pasma.

Palmo es apuesta,

es inmolación.

Le tomo una mano

y palpo intento,

nos encanijamos

y dilapido la apuesta.

Palmados somos palmo.

 

Consigna 17. Escribir un poema sobre un encuentro con la psicomagia. Puede ser algún tipo de brujería, una tirada de cartas, una curada de empacho, todo es válido, siempre que sea del orden de lo místico, de lo esotérico.

 

La elegida.

 La niña, humo del incienso ritual,

aparenta un espantajo azulado,

pero no,

es el aire tordo,

es piel de rito que se asoma al espejo

y encuentra hileras de cirios,

imitando runas de lunares.

Los dioses en sus pies me maravillan.

Ahí empieza el embrujo, anda descalza por la casa y yo me rindo dócil.

 

La niña, dibuja con saliva en las paredes,

es el día aguardado,

el levante en el vientre que da vida,

está por manar el salvador

y me hinco ante su imagen que rasga los ojos,

canjea el gesto,

me miro desde la pared

y pongo su mano en mi miedo.

Comienza la tempestad de mieles.

Ahí termina la agonía, sale descalza de la habitación y yo le pendo eterno.

 

Amén... me dice.

 

Consigna día 16. Escriban un poema que contenga algún elemento del medio natural. Salgan a la calle, al campo o al parque, o abran un manual o internet, y fíjense en algo en lo que nunca antes habían reparado para tomar como punto de partida del poema.

 

María la alondra.

 La alondra gentil

era con un paréntesis redondo

en la mejilla izquierda,

solo uno, el de cierre:

por eso su sonrisa era ordenativa,

era cardinal y mandaba,

silbando con disimulo

y lanzando consignas en demencia,

alentando a la bandada

y asumiendo alondra pose de pilla

a punto de echar a volar.

Se llamaba María

como todas las alondras del parque,

y le seguían de puntillas,

mansamente y sumisas,

irrumpiendo en malezas

y les instruía en la destreza de tantear las hojas que iban cayendo,

las ramillas que iban acopiando

y el entretejido cardinal

de un buen nido que iban haciendo.

 

Consigna día 15. Escribir un poema a partir de lo que representa hoy para ustedes alguno de sus juegos de la infancia.

 

Jardín de infantes.

Mi diario de escritorio es un mecano en piezas.

Mi abrigo es una criatura de carmín afelpado.

Y mi voluntad se rige por la de un fulano de estoque y emblema,

que hace enorme a su amigo parabién.

Entre aquellos tres, me cedo a vos para estos días dignos.

 

Acopio estampillas con miradas, brazo, caletre,

tragos, besos, hijos, bienaventuranzas, libros y taconeos.

Todo lo que cuenta.

Todo lo que es palabra.

Yo que aún camino dando saltos entre las baldosas del parque,

entre nones, rayueleo tu parpadeo, lechal,

y los trenes saurios me hacen contar del uno al diez,

a darle cada vocal al sigilo en lance, a, e, i...

y me adiestran para leer las palabras en los rótulos:

llegada, salida, andén, tiquetes...

 

Ando por tu espalda como en dominó,

buscando los puntos que entablen símiles,

y en los dedos de tus pies busco figuras

que empaten con los blancos de mi tablero y ¡bingo!:

volvemos a la derrota acaparados,

a regocijarnos, conquistando, ya derrotados.

 

Consigna día 12. Analizar esta foto e imaginar quién puede vivir ahí. Para describir al personaje tienen que deconstruirlo: describirlo de una manera poco obvia.

 

Mi Yerberita, la hija única del yerbero.

-La gente que hace helados no debería nunca morir.”-. Ella me lo repetía siempre, como adiós, como hasta luego, desde la primera vez en que, a la puerta de su casa, me despedí, hasta el día siguiente, y con la ilusión de encontrarle de nuevo, que ya fuera pronto.

Era hermosa como el sabor dulcete de la juanilama, y su perfume aojaba con el amargo suave del romero en infusión. Se le veía agradecida y ansiosa, por todo lo vivido, aún saboreando lo último del helado de mango en barquillo. Aunque no sonreía precisamente de camanance a camanance, le sabía feliz; el movimiento exiguo del lunar en su mejilla, me profetizaba que vendrían buenos tiempos para los dos.

De ella no sabía más que su nombre, quimera que nunca repetí, yo le decía Yerberita; sabía del apellido famoso de familia, que nunca me dejó repetir; y sabía de su padre, el viejo yerbero, conocido en todo el pueblo pues, en su Land Cruiser viejo, recorría las calles y alamedas vendiendo variedades de hierbas, enlazadas con cuidado en ramitos y con la promesa muda de sanar cualquier dolencia.

-Adiós mi Yerberita-, le repetía yo y a ella parecía que le gustaba el mote, porque me miraba quieta y me agradecía con un parpadeo mariposal, degustando su helado.

De pie, en su portón, le ofrecí atrevido la repetición de nuestro encuentro: -podríamos ir mañana a comer otro, si bien te parece-. Ella asintió moviendo la mano izquierda, como despidiéndose, yo le agradecí el gesto y asumí que era ya mi novia y que ahora podría visitarle a diario.

Estuve puntual a la puerta de su casa, cada uno de los siguientes días, ella se asomaba a la ventana y me saludaba entre ansiosa y liberada por salir al nuevo encuentro propuesto y al nuevo sabor de helado prometido: -hoy será nieve de mora, eso es lo que quiero-, parecía que me decía cuando bajaba las gradas con prisa y se asía a mi brazo.

Caminábamos en dirección a la heladería y ella volteaba cada tanto a mirar a su casa, al Land Cruiser aparcado al frente y al jardín donde pasaba las tardes su padre. Desde ahí nos seguía el viejo, escarbando, entre las matas, toda maleza que les ahogara y seleccionando, con arte de curandero, los más sanos retoños, para el alivio de toda dolencia de sus pacientes. Al final de la tarde, ella se despedía de mí, pronunciando el famoso cintillo aquel, el de que no deberían dejar morir a los heladeros, como lanzando un beso al aire.

 Pasó un día o una semana, a lo mejor más días, más semanas, meses, yo volví puntual a su portón, toqué el timbre y ya nadie abrió. La ventana a la que se asomaba, cerrada como por derribo. Cargué con helados que se derritieron en mis manos, mientras esperaba verle asomarse. No volvió nadie a salir, ni ella, ni él y el Land Cruiser en la cochera se fue deshaciendo como si fuera de sal. El jardín lo absorbió todo de tal manera, que dio paso a la maleza y sobrepasó a las eras de hierbas medicinales y a los rótulos pintados a mano que le deban nombre a cada familia.

La maleza subió por las paredes y se entrometió en todo, hasta en la casa, ingresó como poseyéndola, echó un ojo por la ventana cerrada y la empujó con vehemencia, se permitió el paso y la secundó con venia el tiempo que siempre se sucede y que le sugería adueñarse de todo a su antojo.

La casa azul tinto de La Soledad, donde vivió tanta gente, ahora era verde maleza, como esmeralda añejo, ojalá como el musgo del bosque, sino más bien como lo resbaloso de los caños.

-“La gente que sabe de yerbas no debería nunca morir”-, me dijo ella como murmurando, antes de cerrar de portazo su habitación, aunque puede que yo solo lo haya imaginado, con helado de limón y yerbabuena, al pie de su portón.

Y nunca más la volví a ver. Hay gente, sin embargo, que jura que si, que la han visto asomarse y sonreír desde la ventana, como preguntando por mi aunque pudiera ser solo una sombra o la figura que forma lo humeante hervido de una infusión de hierbas, recién haciéndose.

 

Consigna día 11. Escriban acerca de dos momentos cruciales en la vida de una persona: el día de su nacimiento y el día de su muerte. Cómo fue su llegada al mundo, en qué época, en qué lugar, bajo qué circunstancias. Y, del mismo modo, cómo fue su despedida.

 

¡La viva savia nuestra!

 El poeta se miró al reflejo distante de la ventana y no pudo decir palabra, se encontró inútil, repasando su vida, entre el alfa y el omega del sin palabras.

Se sentía espantado. Porque las palabras eran su savia y su elixir de supervivencia. Se esforzaba y no podía pronunciar ninguna, solo parpadeaba inmóvil y necesitaba de ayuda para todo. Pensaba que ni habría ya más, ni hubo entonces. Todo iba en torno a la ausencia de vocablos, aunque le rondaran la cabeza, no había manera de expresarse: su boca seca inservible, sus manos quietas, su mirada perdida y las cosquillas en el costado que no se le quitaban.

Antes de ser internado, temblaban sus manos sin control y no podía manipular el teclado, pero ella tomaba sus dictados y así terminó dos volúmenes más que la editorial pagó bien. Luego la quietud asesina.

Pensó también que la maldición había regresado. La del primer instante de vida, la de los primeros meses. Le veía venir. Ahora iba a ser peor, por los acumulados. Aquella alba muda y este ocaso de lo sigiloso, mirando siempre las marcas en la frente de su cuidadora de turno: su madre entonces, su nieta ahora, y pretender un verso más que ya no se diría.

Años antes, en la preparación de su sétimo libro, el poeta asumió la deuda que se contenía en el pecho: escribir sobre los primeros días, los meses en casa de los abuelos paternos. Echó mano a la memoria de las historias que su madre le había relatado una y mil veces: lo de las pulgas en la cama que dejaron ronchas en las piernas por días, lo del aroma insoportable y nauseabundo de la sopa que preparaban cada noche para el abuelo y lo mucho de juguete que el poeta bebé se había convertido para una infinidad de tías que se lo pasaban de brazo en brazo y por turnos. Compuso una treintena de poemas que enlistó para la editorial y que finalmente se publicaron bajo el título de Canciones para los días sin palabras. A fin de cuentas, como lo repitieron los críticos luego de su muerte, su mejor trabajo.

Compuso versos hermosos para una época en la que odió no poder decirle a su madre la primera metáfora que compuso al verle, para sus ojos esmeralda, su pelo acortado y su perfume sin perfume, ese aroma genuino que le celebraba en sus cercanías. Odiaba no poder decir cuánto disfrutaba de su propia desnudez y de que su tía le acariciaba furtiva sin permiso. No poder decir que el bigote del abuelo picaba como alimañas y que la abuela se parecía mucho a la señora de velo de la estampita pegada en la pared.

La aflicción en la garganta, por los padecimientos heredados, el mucho alcohol y la necedad del habano, era ya crónica y anunció lo que los médicos habían predicho, desde más o menos la publicación del décimo de sus libros, uno malogrado que la crítica ácida señaló como el declive evidente de toda su obra.

Los siguientes libros fueron peor: versos muy cortos y repetitivos de lugares comunes, pocas palabras, menos ideas.

El poeta pidió a su nieta, con señas, que le abriera la ventana y le permitiera sentarse en el descansillo del segundo piso, aquella la casa herencia de los abuelos.

La nieta pensó que aún le ataba la nostalgia de mirar en dirección de la universidad, donde dictara tantas clases magistrales, seminarios y conferencias sobre el uso de la palabra, ¡la viva savia nuestra!, como decía siempre.

Jamás hubiese su nieta adivinado que el abuelo casi inmóvil, se había cansado de la ausencia de palabras y de todos los días y que, en un último impulso, parece que trató de decir algo, pero no dijo nada y, mientras caía al vacío, pareció que se les escuchaba llorar como un crío.

 

Consigna día 10. Escribir una historia de ficción a partir del titular de un diario que les llame la atención.

Hoy hace 50 años: Construyeron espléndido puente que no llevaba a ninguna parte.

(La Nación, 25 de agosto de 2021).

 

Y terminada la obra, se miraron unos a otros y se preguntaron si había valido la pena. Se acercaban a la línea divisoria entre el puente no visible y el vacío y se lanzaban de cabeza, buscando el cese de una eternidad que no parecía ser lo que los medios publicaban. Las pérdidas humanas sumaban cientos..

 (Dos semanas antes)

Era el año 2071 y la consigna de los Imperius era alcanzar la isla a como diera lugar. Habían pasado ya casi doscientos años desde el primer intento de invasión y seguían tratando. La última voluntad de su líder, el Cónsul Rom Brigde era, haciendo honor a su apellido y linaje, construir un puente de noventa y un millas que diera por fin con la orilla asolada de Abud, la isla maldita habitada por los nius, criaturas que descubrieron el elixir de la supervivencia, para su mala fortuna, justo antes de que muriera la última de las féminas de la isla y, por lo cual, no volvió a morir niu alguno, pero tampoco a nacer.

En Abud, todos los soldados nius atendían al mandato de su líder Barbuc y de su aliado Pú -venido del continente años antes en una barcaza construida con cueros de asientos de motocicleta- entre los dos alentaban a los soldados y les preparaban en alertas para un nuevo ataque de sus enemigos históricos: los nius navales esperaban verlos llegar en cualquier momento por el mar, por lo que se sentaban al amanecer y al atardecer y se deleitaban mirando a cada alba y cada ocaso, buscando figurillas navegantes que fueran a aparecer por la línea más distante; los nius antimisiles miraban por el cielo tintado y cerúleo de la isla, miraban todo el día el cielo, buscando la fuerza aérea enemiga que llegaría y aprovechaban, en tal encargo y mientras tanto, para buscar figuras curiosas en las nubes; y, sobretodo los nius mineros, vigilaban los túneles silo, antiguos filamentos volcánicos agotados, que usaban para movilizarse clandestinamente entre los parajes de Abud y que conectaban con el continente en parajes aliados y para abastecerse.

Esos túneles eran su otro secreto más preciado, uno era el elixir de la eternidad, que la prensa divulgó y que prometió ser la salvación de todo Imperius y que sus soldados deberían conseguir. Los nius temían que la inteligencia imperiusa descubriera los túneles e intentara utilizarlos. Sabían que sus antagonistas enemigos nunca descansarían en su intento de apropiarse de las montañas del sur de la isla, donde se encontraban las hierbas insumo de la mescolanza que daba vida eterna y con ello apoderarse de la isla. Pero nunca imaginaron lo del puente no visible.

Los de Imperius, continuaron la construcción del puente por dos semanas más y a falta de unos cuantos metros para su concreción, lograron divisar en los monitores de sus gabarras castrenses algo como túneles que el infrarrojo identificó y dibujó en los impresos que corrieron de mano en mano de los militares del Imperius. Detuvieron la construcción y enfocaron todos sus esfuerzos en asaltar la isla por los túneles desprotegidos. Saltaron al agua con los submarinos que se hundieron depositando tropas de imperiusos que, apenas tocar tierra, invadieron los laboratorios que había en cada provincia, frente a la plaza y sin reparar en las órdenes de sus superiores, consumieron con necedad los frascos del elixir listos para repartirse entre los habitantes de la isla y rotulados con marcadores de colores.

Bebieron a placer ante la vista de los nius que, de rodillas y amenazados con las armas de las invasores apuntando a su sonrisa, se miraban con disimulo viéndoles consumir inevitablemente el elixir que ellos pensaban les iba a dar vida eterna.

El Cónsul Bridge, miró con sorpresa como sus soldados iban cayendo en tierra uno tras otro, terriblemente envejecidos y despareciendo en un polvo que se confundía con la arena de la costa. Otros, subieron en los botes de vuelta al puente no visible y desde ahí, los que habían logrado llegar, se lanzaban al agua, como un dominó de piezas gemelas que, lejos de conseguir la vida eterna, morían extrañamente en el intento de apropiarse de la isla y sus secretos.

De pie, al final del puente no visible e inconcluso, otra vez más, como tantas en la historia de los dos pueblos, el Cónsul llamó a la retirada, mientras, a lo lejos, decenas de nius miraban como, con el atardecer, se perdían las figurillas de los invasores, en el horizonte y lanzándose al mar.

 

Consigna día 9. Escriban un monólogo interior de un personaje que comience a pensar en un recuerdo con un compañero o una compañera de escuela primaria y termine contando qué fue lo último que comió.

 

Combo de doble cuarto de libra.

 Todas las nostalgias me amanecen acompañando en los días como este. El espejo me figura de nuevo de pantalón corto y zapatos lustrados, listo para cruzar, por primera vez en mi corta vida, el portón este de la escuela Eugenio Corrales Bianchini, estrenando mi salveque azul, gris y rojo comprado por mi padre en la tienda Universal, en los días anteriores en los que aún las ventanas comerciales pintaban lo último de la época navidadeña. La carga de cuatro cuadernos y cartuchera, sumado a la merienda y una botella de refresco por la que pedía al Divino Niño Jesús de Praga, que, por favor, no se desparramara el contenido dentro del maletín nuevo, manchándolo todo por dentro.

¡Pucha!, ahora recuerdo además que, en la escuela, todos mis compañeros eran muy pequeños. Yo me adelanté en crecimiento unos centímetros al resto, que sin embargo años después me alcanzaron emparejando la fila. Para entonces, por mi tamaño, yo era el protector tontuelo de la pandilla. A los demás ahora los trato de recordar y me apoyo en la fotografía de puntas redondeadas que guardé en la memoria y entre libros del librero: Manuel el moreno, dibujaba muy bien y tenía un hermano que solo gemía, no habló jamás. Mario, el de pecas, plantaba cara por todos, en las peleas de recreo, decía que su padre se había ido a trabajar a Limón, pero estábamos seguros de que nunca lo conoció. Alvarito el más ingenioso, siempre inventando juegos curiosos que solo a él se le ocurrían, su papá nos llevaba de vez en cuando a la represa hidroeléctrica en que trabaja y me costaba luego dormir de imaginarme cayendo a las turbinas o arrastrado por la corriente de los desagües donde decían que iban a tirar los cadáveres de los perros atropellados. Completaba mi pandilla Marco Vinicio, repitente del curso anterior, al que le costó tanto la lectura que tuvo la opción de repetir el año o pasar al aula diferenciada a la que le huíamos todos. A Marco Vinicio yo le temía, un poco, no mucho, es que tenía manías muy particulares: comía todo tipo de porquerías: tierra de las macetas que amasaba húmeda como masa cruda y engullía, zacate cortado con las manos que devoraba como ensalada césar, terrones por crotones, la basurilla de piel de lápiz que salía de la maquinilla (maquinilla le decimos al tajador o sacapuntas en mi pueblo, no en mi país, que ahí también se le llama tajador) y los papeles de los confites y borradores de goma, también eran sus manjares. Entonces entre todos lo retábamos a qué más podría echarse a la boca: la tapa del lapicero, la última hoja del cuaderno, la que nunca se usa y que trae impreso tablas de conversión o los calendarios de años que ya pasaron antes, un trozo de cordón de zapato que Álvaro cortó para la ocasión. Y Marco Vinicio todo se lo comía. Era el faquir nuestro, espectáculo de circo tan de nosotros.

Y mira si ha sido casualidad, tantos años después, acá en un McDonalds de vuelta al barrio, almorzando un Cuarto de Libra, papas fritas y un té frío, me he topado en la mesa del frente con un tipo que se parece a aquel Marco Vinicio, el faquir, el que solo comía porquerías.

 

Consigna día 8. Busquen la pequeñez de lo bello dentro de los grandes horrores. Busquen la belleza en lo rebajado, del detalle, de lo insignificante. Tienen libertad para imaginar lo que deseen, para acercarse a otros géneros narrativos, para escribir desde el extrañamiento, desde lo fantástico, desde lo maravilloso.

 

Odas.

Mi argumento de flirteo era limitado, me obligaba. Y ella era tan hermosa. Le miraba furtivamente todo el día, en su estación de trabajo. Enumeraba en una libreta los detalles que, en conjunto, hacían de Lu, la nueva compañera, una notoriedad soberbia. Luego yo escogía de todos esos detalles uno significativo y, cada día, le escribía un poema y al final de la tarde lo dejaba caer hasta su escritorio de trabajo, para que amaneciera como rocío. Escribía, arrancaba la hoja de tajo y buscaba algún emisario para que le llegara puntual a la mañana siguiente.

Oda a tus tobillos en sandalias de tiritas.

Criaturas endebles de lo más santo,

abundan en mi imaginación como bondades,

me obligan a tiritar en mi libreta azul

para retribuirles su belleza morenada.

Se han liado entonces como caballería,

a burletes de piel inerte teñidas con desdén,

permitiendo la desnudez de piel tibia, que

da paso imaginario a tus pies en mi papel.

Tengo un halago hendido para tu ingenuidad,

asumo tu silencio como venia y le amo:

habrá una noche en que descalza me hieras

y será entonces cuando halle en mí toda desidia.

Lu recibía cada mañana de oficina, junta con minutas de las obras y horarios de reuniones, una paloma que cargaba en el pico un manuscrito repleto de versos furtivos que le espantaban primero por lo clandestino y luego le hacían sonreír por lo amartelado. Cruzaba la pierna bajo la mesa y se miraba bajo la mesa los tobillos en sandalias, las tiritas de cuero como meridianos sobre ellos, y trataba de empatar las palabras que leía, con las formas de sus lóbulos sin entender con claridad lo que le quería decir.

Al día siguiente, de igual manera, arribaba misiva, con el mismo animal cómplice.

Oda al lunar en tu brazo derecho.

Hay de lunas que puntean la negrura

y devuelven las formas del sueño,

en tu brazo inverosímil sucede la contra:

hay un punto umbrío en toda palidez

que me sirve para dar puntadas a mi párrafo.

Es mi punto de partida en el mapa,

mi llegada en el momento de incerteza,

mi voluntad cesada por el roce de piel

en que te pienso adivinar en creciente.

Un brazo fuerte y punteado como tintado,

como el paraje de la asunción mariana,

basto para el abrazo más cándido y

para tomarte a cruzar toda avenida.

Le miré en cotidiano desde el balcón del piso superior, ella en su mesa de trabajo, riendo a carcajadas con alguna de sus compañeras, señalando en dos movimientos al papel con su poesía y al sitio exacto del brazo donde tenía su lunar, con forma de cuarto creciente. Su risa estallaba en melodías que me libraban de tener que bajar a dar explicaciones, aún ella no sabía quién podría ser el representante de tales envíos. Tendría que ser alguien cercano, alguien que le hubiese mirado, alguien con quien al menos se hubiese cruzado en el pasillo, a quien le hubiesen presentado en estos días recientes. Ella releyó su poesía, con los dientes mondos como ventanas sin cortinas.

Oda a tus dientes.

Se desbanda tu sonrisa y hay avecillas acumulándose,

algunas traen misivas,

otras solo el ruido bendito

de acumularme en la vanidad de tu presencia.

Ríes y me rindes el universo de tus dientes,

una fila ordenada de entes,

en apuesta por lo divino en calcio,

como lápidas para cualquier silencio.

Bonita como en promesas,

angelizante de lo que se permite eterno,

te he buscado una vida y tantas

como palidez que aún gotea en savia.

Sucedió, como siempre sucede con las poesías, una casualidad más. Un amigo de un amigo en común se encontró con Lu que venía taconeando por medio pasillo en el instante en que yo decidí bajar. Temblando como niño. El saludo comunal permitió las presentaciones. Ella es Lu, la compañera nueva, mucho gusto, encantado, yo soy Ella que nunca me había visto, me reconoció de inmediato y por mi caligrafía, apenas mencioné mi nombre. Dice que parpadeé idéntico al rabillo curioso que le ponía a las ge, a las virgulillas tan particulares, a la tilde que caía en todas las vocales como flecha casi perpendicular, al aroma de papel y tinta fresca en mi colonia. Y fui evidente cuando me rasqué nervioso el lóbulo de la oreja derecha, de la misma manera en que pegaba la ele a e en todas las poesías, como tejidos lanudos. Supo que era yo, por que le saludé como rimando y porque le miré el lunar del brazo, los dientes de sonrisa donada y al tirar la mirada al piso me pilló mirándole los tobillos como punto y seguido. Me sonrío una vez más, la definitiva.

  Consigna 19. Escribir un poema en forma de lista, inspirándose en la pregunta de cuáles son las cosas que hacen latir su corazón.   Te...