Consigna día 4. Nos propone escribir una historia
en la que los personajes están aburridos y confrontando un gran vacío. Hacia el
final de la trama, algo cambia definitivamente.
Las seis y una.
En San Sebastián,
Manuela esperaba por Ainoa, que se había encontrado hace dos días con las demás
en una estación de tren, donde llegó casi que de madrugada. Ahí estaba además
de Malena, su prima, de quien siempre olvido el nombre, y más tarde se nos
uniría Merce y Lucre. Las seis -y la prima ahora-, nos volvíamos a encontrar,
pasados los años del instituto y cada una con su vida a cuestas, esperando
desentendernos de todo y todo, en los próximos días, acá en San Sebastián.
Llegadas al hotel
SanSeb, nos miramos escudriñando y nos saludamos con poca emoción. La idea de
reunirse cada seis meses en el mismo lugar, había dejado de ser motivante para
la mayoría de nosotras, excepto claro para Manuela que podía presumir de lo
acumulado. Una a una nos reconocimos en las señas del paso del tiempo que se
presentan inevitablemente y los cambios que en rostros y tallas eran ya
indudables. Llamó la atención de todas el evidente embarazo de meses de la
prima de Malena y tan delgada en su figura, acariciaba una simpática barriga.
La conversación, sin embargo, se asomó de la forma usual.
-¿Y vos?, siempre al
paso.-
-Yo no cambio amiga,
sigo siendo la misma, Amado no me deja ser menos.-
Manuela lo dijo sin
pensarlo, era la única que se había quedado en San Sebastián y para las demás,
eso le restaba mérito a su bien colocada posición, ¡nunca salió de acá! Vivía
de las rentas de los negocios heredados: bienes raíces, una cafetería que
alquilaba ahora a extranjeros y una bodega de vinos que uno de sus hijos
convirtió en centro de llamadas. Además, vivía tranquilamente con su esposo,
Amado Cortijo, apasionado de la vela y la pesca deportiva, dueño de la mitad de
hoteles de la línea costera, menos próspera que en el centro, pero que en la
estación seca se colmaba de turismo de boutique.
-Que bueno que vino tu
prima Isabel- ahí recordé como se llamaba, Manuela le reclamó sin disimulo,
recordando que había dispuesto tres habitaciones para media docena de mujeres
de mediana edad, cansadas de su cotidiano, esperanzadas de encontrar algún
motivo mínimo para brindar y sentirse a gusto en el palacete temporal que les
esperaba. Pero seis habitaciones, no siete.
-Pensé en avisarte,
pero como no era la primera vez-, le contestó de rebote Malena, estirando con
vehemencia su larga cabellera, que brilló con más intensidad con el sol fuerte
de esa hora de la tarde.
Nos sentamos las siete
(hubo que acercar una silla) a una mesa enorme de corte barroco mexicanísimo,
demasiado adornada en sus patas y con una cubierta de vidrio que dejaba mirar
recovecos en los que se acumularon, como decorativo, granos de maíz de
distintos colores. Todas aceptamos con devoción el coctel de fruta sin licor
que nos ofrecieron en bienvenida, al momento en que una media docena de
muchachos uniformados nos rodearon, recogiendo los equipajes y de seguido
disipándose en dirección a las habitaciones numeradas del 324 al 229, y ahora
la 230 también.
-Mejor así, me toca
dormir sola-, pensó casi murmurando Manuela, cuando el mozo se le acercó
preguntándole que qué hacía.
El muchacho miró a la
patrona dudando y Manuela hizo un ademán con la mano que él comprendió de
inmediato. El mozo huyó con el resto del equipaje como niño con permiso de
salir a jugar.
Nos dispusimos a
almorzar, las siete sin movernos de los sitios asignados y cuando dos meseros
bien peinados comenzaron a tomar las órdenes, se apareció Amado, el marido de
Manuela, saludando a las amigas conocidas de su esposa y a la prima de Malena
que, bastó mirarle, reconocerle y pensar en lo distópico de las casualidades.
Isabel dio un grito ahogado y tembló tan nerviosamente que supimos que ahí algo
pasaba.
Merce, siempre
indiscreta, miró a la prima, inquietándola.
- Perdón, la criatura,
que se ha movido y me asusté-, se defendió Isabel.
- Ve vos, dijo la
esposa de Amado, como en la Biblia, la prima santa Isabel-.
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