Consigna día 3. A escribir el obituario de una
persona a la que hayan querido mucho a partir de algún tipo de material
documental.
La Tribuna, página 25.
Sección Sociales. Apartado Obituarios.
Abro el monitor
sinuoso de la portátil y redacto sin mucho arrojo:
“Funeraria La Postrera Gema y la
Familia Puesti Abad comunican con enorme pesar el fallecimiento de su madre,
abuela y esposa, doña Virginia Abad de Puesti. Sus honras fúnebres se
celebrarán al ser las once horas del día nueve de junio de dos mil doce, en la
Parroquia de María Benefectora de Buenfilo. Condolencias al apartado postal
2398. El cuerpo es velado en la capilla 2a de la funeraria a partir de las
dieciséis horas de hoy.”.
Los funerales tienen
tanto de arcaico y ritual cansino que los he llegado a detestar. Aunque fuera
el de ella, no pensaba asistir. Aunque pudiera significar la última ocasión de
despedida, de persignar su frente arrugada e inerte, de abrigar sus manos
frías.
Me aburren, siempre
hay mucho sol y luego la insolación por haber olvidado los lentes de sol en la
guantera del carro, por salir apurado a encontrarse con los primos y ayudar a
cargar el ataúd que miente, porque la abuela no pesaba tanto, lleva tanta
madera encima que no le reconozco.
Siempre en las honras
hay de esa música, sacro sacrílega que invoca a los más allá, de los que no se
quiere saber aún, mirando con desdén el más acá en que quedamos todos los que
debemos acudir. El aroma del incienso que, aunque me fascina y entretiene por
las formas humosas que van creciendo en el aire de la iglesia, se me llega a
confundir con música, ahora de cuerdas lastimosas de algún filme de esos donde
alguien muere y es importante para el resto del elenco.
Los trajes de ocasión
me agotan por sus muchos botones cerrados. El color me gusta, es como una
postal de familia en blanco y negro, todos ataviados por trajes que solo se
usan una vez, al lado de familiares que solo se encuentran en funerales. Pero
el sollozo de los maquillajes movidos de las tías, marcados por los abrazos y
consuelos en las mangas de mi camisa, me advierten que perdí además hoy una
prenda de domingo.
El discurso del tío
mayor, obituario de su propia inspiración que resalta bondades genéricas
escuchadas en algún otro funeral, copiadas de su experiencia en este tipo de
eventos y enumerada con prisa en un papel arrugado que ahora distiende con
vehemencia sobre el ambón de la derecha que reza un versículo irónico que
conozco desde el catecismo: Tu palabra me da vida. Que poco conocía mi tío a la
abuela, pienso para mis muy adentros: porque peligro de excomunión de clan si
tan solo alguno me escuchara siquiera decir tal blasfemia.
Luego vienen los
desmayos de cementerio y la inevitable rejunta de primeros esposos o esposas de
mis familiares que en segundas nupcias -algo que la abuela nunca consintió-
hacen una mescolanza inédita de presentaciones airadas entre primos que dicen
este es mi papá, este no, este es el de mi hermana y que no es el mío pero es
como si lo fuera. Una jungla de gestos creíbles mal disimulados y de increíbles
que todavía sigan aconteciendo.
Son mis razones. No me
gustan los funerales y a toda costa los evito.
Me repela este mi
oficio de redactor en La Tribuna, castigado por insolente en las crónicas de
sucesos y por los epítetos, a lo mejor inadecuados, contra el director del
medio en una reciente entrevista. Me encargo, como pena, de la redacción de los
obituarios y es aquí, abuela, en donde he encontrado la oportunidad para que,
ajeno en mis pensamientos, como en los rezos que me enseñaste, hablando con vos
como me decías que se hablaba con Dios, aquí haya tenido la satisfacción para
poder decirte lo pendiente.
Por eso no fui.
Abuela, pero que Dios la acompañe. Amén, amén.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario