Consigna día 2. Establecer una relación entre dos
pronombres (él y ella, ella y ellos, ellas y nosotros, ustedes y yo; reales o
imaginarios) y describir la relación a través de pequeños contrastes.
El juego de nosotros.
Aunque yo dirigía el
movimiento de las piezas en aquella partida, en realidad éramos nosotros contra
él. Mi prima y yo, contra el abuelo. Me ha dado por recordarlo en un día de
domingo como el de hoy.
Las tardes de esos
domingos acudíamos religiosamente todos los nietos de Tobías, con nuestros
respectivos padres, a la visita a casa de los abuelos. Aquella casa maravillosa
de juegos inéditos, escondites conocidos y una colección infinita de tarros de
pintura que nos servían para armar a veces barricadas y a veces para mancharnos
la ropa de estreno.
Ahí nosotros, los que
nunca faltábamos, los demás que iban regularmente y los que nunca se veían más
que en navidades o año nuevo, si acaso, éramos el acopio de los Aguilar, en un
tanate hermoso de voces y griteríos que inundaban la casa de ellos.
Él esperaba con su
vetusto gesto, sus orejas enormes que poco escuchaban, su paso a rastras y su
ella, anciana cándida tomada de su mano, sonriente y angelical quieta a su
lado, recibiéndonos protocolariamente en la puerta y repasando nombres en
diminutivos para todos nosotros, a veces sin acertar. Yo los veía tan enormes,
ella y él, siendo tan pequeños y débiles. Y yo, viéndome como un enano de
escuela, cuando era de los nietos el más grande.
De todos los rincones
de aquella casa que no era de ellos, mi prima Sara y yo teníamos nuestro sitio
y nuestra rutina favorita con el abuelo. A media sala, en una mesa pequeña de
dos sitios, de madera cubierta por mantel y centrada al lado de su milenaria
jarra de café. Pipa apagada en el otro costado. Ahí estaba nuestro rincón a dos
pasos de la falsa chimenea que él había dispuesto contra la pared -un armatoste
de madera en el que colocaba científicamente a José y María y el niño en
Navidad, la mula y el buey y el ángel chismoso, con papel emulando ladrillos y
celofán emulando fuego-. En ese rincón nuestro, estaba su tablero de ajedrez y
él, meciéndose en su silla, lo disponía invitándonos a jugar sin decirlo.
Él meditaba cada
movimiento, en una infinidad de segundos, en los que no sabíamos si planeaba un
enroque o se había quedado dormido sin decirlo.
¡Abuelo dele!
De respuesta un
murmullo que no decía nada. El peón de él avanzaba dos pasos hacia el nuestro y
sonreía, derrotando una pieza más de las nuestras. Luego otra y otra, caballos
sucumbían, torres como en terremoto demolidas en un movimiento de dedos y
alfiles cobardes cedían ante el paso calculado de los dedos del viejo y sus
fichas blancas.
A media tarde, su voz
queriendo ser menos ronca, nos devolvía a la realidad nuestra de niños apurados
en que se acababa el domingo. Otra vez él, nos sonreía con la malicia del que
gana la partida.
¡Jaque mate!
Hoy, en la página de
la agenda de trabajo, el diecisiete de agosto enorme me recordó su funeral.
Hice cuentas con los dedos: como diez u once años desde que abuelo Tobías
murió. Recuerdo las caras de incredulidad de mis tías, sin comprender porque
yo, el niño amorenado con un alfil negro en la mano rayando la tapa de su
féretro, frente a él, a mi viejo, le persignaba en la frente de marfil pálido y
le susurraba bajito:
¡Jaque abuelo!
Dejándolo ahí, caído
como la última de las piezas del tablero.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario