Consigna día 1. Escriban sobre una casa embrujada. Encuentren su manera particular de definirla. Pueden llevar su imaginación hacia donde quieran. Lo importante es que la casa no sea un accesorio sino el corazón de la historia que escriban.

 

La casa aquella del sueño aquel.

El sueño se había repetido. Como son los sueños reiterados, pesadillas. Con el agobio de despertar sudando y agitación en el pecho: Genaro miró la hora, aún la penumbra le sugería lo que le confirmó el reloj: que era de madrugada y que podría dormir un rato más. Se tiró de vuelta sobre la almohada, ahogando la más reciente respiración y, de inmediato, las imágenes del sueño le volvieron a incomodar.

Ella, con la usanza del gesto carcomido, pero en su entereza de arquitectura apolínea de una época muy anterior, le invitaba a salir, huir. Genaro le miró intrigado y directo a las ventanas de la habitación que daban a la calle, por fin abiertas de nuevo y tras los años necios de la revuelta que le quitó el poder y que convirtió la candidez de su familia en un revoltoso escombro de recuerdos amables y dolorosos: los del tiempo en aquella casa de gobierno y los de los días de escondite, mientras se derrumbaba el país.

En recientes publicaciones de la editorial, que ahora debería manejar alguno de sus hijos, pero que, por su culpa no, se discutía sobre la valentía de Genaro: por haber hecho frente a sus captores, por haber enfrentado el juicio, por haber pasado las últimas décadas encerrado en casa. Por otro lado, eran reiteradas las críticas en círculos académicos y de nuevas historicidades: si más bien no habría sido un acto de cobardía haber acusado a sus pares, haber señalado con nombres a sus compañeros y no haber participado del suicidio colectivo de la junta de gobierno, que dio fin, junto con la sentencia de reclusión, a los años en que se hacían cargo del país.

Ella, en el sueño, le abrió la puerta principal y se iluminó el pasillo que daba al primer jardín, con la venia de salir a la calle. A ambos lados, una infinidad de dos y dos habitaciones, polvorientas, con ese aroma indeseable del tiempo perdido. Pero él no quiso salir.

Era en la habitación de la derecha donde dormía Genaro, con la compañía casual de alguna señora que simuló ser consorte a pedido o con alguna de las que le enviaba Martínez, su amigo -que le quedaron pocos, pero ninguno como Martínez- y que le conseguía, por el mercado, para las noches de más miedo. Les hacía tomar café, con galletas que ellas mismas debían llevarle, así el encargo, y luego les pedía que le arroparan hasta quedarse dormido, tras lo cual podrían tomar las monedas acumuladas sobre el neceser y retirarse.

En las demás habitaciones no dormía nadie. Una vitrola sonaba de vez en cuando en la de al lado y en los habitáculos del frente, a veces, alguien leía, en voz alta, los discursos que dictara en su tiempo de gobernanza, con el mismo entusiasmo y con la misma credibilidad, apegados al entonces. Alguien más apagaba y encendía un viejo televisor a la hora del noticiero, para enterarse de lo que seguía aconteciendo y de que el procedimiento instaurado para indultarle se suspendía a falta de los testigos que ya iban falleciendo.

Genaro, en su sueño, cruzó el primer jardín, rodeándolo, lloviznaba dentro entonces con un gemido suave, imperceptible pero cálido, y no quería mojar sus pantuflas de tela. Buscó, en dirección a la cocina, alguna galleta y sobre la mesa le esperaban dos criaturas que ella le había dispuesto: una de mantequilla y una de nueces. Sonrió por primera vez en todo el sueño. Lo había decidido, otra vez, reiteradamente.

En una viga, al fondo del patio más iluminado y verde de la casa, así como ella se lo indicó, gentil y benevolente, decidió cesar con la reiteración detestable del sueño aquel, se hizo péndulo y de él gotearon fluidos de madrugada, sonriendo fijamente al salón de visitas, como en los días posteriores a que lo hiciera el gabinete completo, en aquella casa de gobierno.

Otra vez, fue de una de las señoras que venía con galletas, quien lo encontró, a puerta cerrada.


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